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En las copas de los árboles de estas selvas existe una rica biodiversidad que apenas se conoce por la dificultad que entraña escalar un gran árbol: los troncos más altos no resisten el peso de una persona. Para ello, Francis Hallé, un botánico francés, ha ingeniado una especie de dirigible provisto de una balsa inflable.
De esta manera, podéis emular al protagonista de El barón rampante de Italo Calvino, el joven Cosimo Piovasco di Rondò, que decidió un día subir a los árboles y no bajar jamás.
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La primera vez que la balsa de las copas se posó en el techo de los árboles fue en la selva de la Guyana francesa en 1986. El primer animal nuevo que descubrió Hallé fue un insecto azul de unos 8 centímetros. Como si de pronto Hallé hubiera aterrizado con un globo en un mundo diferente, a sólo unos metros sobre nuestras cabezas.
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Un equipo de investigadores norteamericanos ha seguido los pasos del botánico Francis Hallé, pero finalmente han descartado su romántico invento, muy a lo Julio Verne, decantándose por enormes grúas como las que despuntan en las zonas de gran trasiego urbanístico.
Aunque las copas de los árboles seguirán atrayendo a los románticos. Que se lo digan a los aficionados al accrobranche, un deporte de reciente creación que consiste en trepar de rama en rama con la única ayuda de una cuerda y un arnés. Los árboles provistos de nidos están vetados, y no se pueden usar crampones de escalada, porque dañan la madera. Una vez coronada la copa del árbol, entonces se debe disfrutar de la flora y fauna que se descubre allí arriba; incluso los hay que extienden una mantel de colores, toman asiento y disfrutan de un picnic en las alturas.
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