Aquel consejo de Stephen, sin duda, me ayudó a alcanzar un éxtasis musical casi sin precedentes. Aún hoy, años después, lo recuerdo con cierta nostalgia como algo grandioso, imborrable, maravilloso.
Stephen Sheppard era mi profesor en la Universidad de Nueva York (NYU, como se conoce coloquialmente). Todo un figura. Había estado 25 años en la redacción del mítico programa 60 minutes de la CBS y tenía un Emmy en su curriculum. Para los que no lo conozcan, 60 minutes es un programa referencial en la televisión norteamericana por sus reportajes con rigor y capacidad de entretenimiento. En Nueva York, se considera de lo mejor que ha habido y hay en la pequeña pantalla.
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A la salida de clase, Stephen y yo estuvimos hablando. Resultó que él también era un apasionado de la música y tenía pensado ir a España de viaje al final del curso, por lo que me pidió información de Madrid. Quedamos un par de días en una pizzería de la calle cuatro. Le preparé una pequeña guía de viaje de Madrid. Estaba interesado en el flamenco y, pese a no conocer mucho de la materia, le propuse algunos locales famosos de Madrid.
En mi caso, le conté que al final del curso tenía preparado un viaje por California y Arizona, siguiendo parte del recorrido de la antigua Ruta 66. Entonces, dejó caer su enorme trozo de pizza de pepperoni, se rió y me dijo: “Vaya, a tu edad hice yo ese viaje y me cambió la vida”. Entonces me pidió detalles del trayecto. Como me lo había estudiado, más o menos le conté lo que iría recorriendo cada día, aunque estaba sujeto a cambios. Me dijo que haciendo la Ruta 66 se hizo fan absoluto de The Byrds, a los que pinchó varias veces en su viaje. Yo le dije que tenía un recopilatorio de ellos y me gustaban, pero que ciertamente no había prestado atención a sus discos y no había profundizado en su abundante cancionero. En parte, tenía su sentido: The Byrds habían participado en la banda sonora de Easy Rider, la película de culto de los viajes de carretera y manta.
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Es difícil explicar ese viaje y esa comunión con los Byrds. Era un periplo lleno de horas de coche. Pude disfrutar muchísimo también de discos Mark Olson, Nick Lowe, Rolling Stones, Tom Waits, Springsteen o Dylan, pero lo de los Byrds fue distinto. Con el sol barriendo la carretera de más de 100 kilómetros de recta, con el desierto prendiéndose en su juego de contrastes, el folk-rock de Byrds era una oda a la aventura, un himno interminable al gozo del instante. Su adorable psicodelia, sus pasajes de guitarras y sus juegos vocales reflejaban sueños de carretera estirados en el horizonte, bañados en libertad y alegría.
Lo de los Byrds tenía su propia dimensión. Amantes de la música folk pero también de los grupos integrantes de la Invasión Británica, los Byrds combinaron tanto influencias de Dylan como de los Beatles, pero con el curioso añadido (debido a su enorme talento) de que ellos mismos terminaron por influir en sus maestros, arrastrando a Dylan a abrazar la electricidad, al igual que los Beatles (que asistieron a grabaciones de los californianos) añadieron en muchos temas el sonido McGuinn, guitarrista de The Byrds que sacaba acordes de su Rickenbacker eléctrica de 12 cuerdas. Su sonido cristalino y esplendoroso era la mejor respuesta americana a los Beatles. Aunque con cambios de formación y salidas y venidas, era una mezcla fantástica de talento: Roger McGuinn, Chris Hillman, Gene Clark, David Crosby…
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Esos primeros discos que me pasó Stephen llevan sus propias señas de identidad, más allá del movimiento hippie y el sabor a contracultura que desprenden. Pinché esos discos, sobre todo, en los días de mi paso por Arizona. Entre los recuerdos de aquel viaje, guardo uno muy vivamente. Era media mañana y los rayos de sol hacían rugir la tierra cuando a lo lejos aparecieron las montañas de Monument Valley. En pleno corazón de los indios navajo, las inmensas montañas rojizas parecían derretir el cielo. Y en ese momento empezó a sonar el disco Fith Dimension. Los Byrds alcanzaron toda su dimensión, gracias al consejo del buen Stephen.
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