31 agosto, 2010

Oscura seducción

Oscura seducción: "

Alan Sokal | Universidad N.York


El físico estadounidense Alan Sokal estaba harto de leer a filósofos posmodernos que se apoyaban en conceptos de las ciencias sacados de contexto para revestirse de autoridad. Así que en 1996 pasó a la acción y se rió de los causantes de sus cabreos intelectuales: le coló a una de sus revistas favoritas un artículo carente de sentido pero con mucha palabrería cuántica. Seis años después, muchos creyeron que los hermanos franceses Igor y Grichka Bogdanov estaban haciendo, a la manera de Sokal, su propia guerrilla a la Física. Estos dos showmen televisivos lograron publicar sus artículos –sin pies ni cabeza– sobre una nueva cosmología en revistas científicas de alto impacto. En el escándalo Sokal quedaron en entredicho las ciencias sociales, en el Bogdanov, fue la Física la que se sonrojó. Y en ambos casos, ganó la palabrería.


Sokal no soportaba más los discursos de algunos postmodernistas que defendían un relativismo según el cual la ciencia no tiene mayor autoridad que otras tradiciones culturales para interpretar el mundo que nos rodea. Pero a su vez, muchos de esos pensadores incorporaban a sus argumentos toneladas de terminología científica sin ton ni son. Éste es el caso de los seguidores del francés Jacques Lacan, que reinterpretó el psicoanálisis introduciendo en su teoría todo el lenguaje matemático que pudo –tanto es así, que resulta difícil entenderlo–.


Un día, Sokal decidió ponerles a prueba y preparó una travesura intelectual. Escribió un artículo vacío de sentido y lo envió a Social Text, una prestigiosa revista de ciencias sociales. Su escrito sugería que los últimos avances de la física cuántica probaban aspectos del psicoanálisis lacaniano. Suena estrambótico, pero él estaba convencido de que sería bien sencillo colarles su ripioso texto con tal de que cumpliera dos condiciones “a) que sonara bien, y b) que apoyara los preconceptos ideológicos de los editores”. El caramelo envenenado rezumaba erudición en cada palabra de su título: Transgrediendo los límites: Hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica, y según el autor, no era más que “un pastiche de jerga postmodernista, reseñas aduladoras, citas grandilocuentes y rotundo sinsentido”, que se “apoyaba en las citas más estúpidas que había podido encontrar sobre matemáticas y física”.


El mismo día de 1996 en que Social Text publicaba el disparate –sin haberlo sometido a la revisión de ningún físico–, Sokal se quitaba la máscara declarando en otra revista, Lingua Franca, que todo había sido un experimento, una broma, una macarrada intelectual.


El nuevo héroe del humor escéptico publicó dos libros sobre estas cuestiones, Impostures Intellectuelles (1997) junto al belga Jean Bricmont, y once años más tarde, ya en solitario, Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture. Recomendables. Qué suerte la del buen Alan y qué bien le salió la jugada.


Yo era una estudiante de física interesada en la filosofía de la ciencia cuando me enteré de que el físico pasaría por Madrid y daría una conferencia sobre el llamado Escándalo Sokal. Disfruté como una enana con su charla, aquello era puro humor e inteligencia. Recuerdo cómo explicaba con guasa algunos de los absurdos que había recopilado, como la idea de que el número imaginario i es una expresión fálica: “Calculando esa significación según el álgebra que utilizamos (…), el órgano eréctil viene a simbolizar el lugar del goce. No en cuanto él mismo, ni siquiera en cuanto imagen, sino en cuanto parte faltante de la imagen deseada: por eso es igualable a la raíz cuadrada de -1” (Jacques Lacan). En la conferencia, Sokal añadió algo así como “bueno, le falta decir que a partir de los 35 años forma un ángulo de 45º con la horizontal”.


Por supuesto, Sokal tiene muchos detractores que le acusan de descontextualizar el discurso de los posmodernistas. Es curioso, ya que el propio Sokal es quien acusa a estos de usurpar términos científicos para darse valor. Algo así: “Vosotros, tramposos, os apropiáis ilícitamente del lenguaje de la ciencia”, “¡No, eres tú el que sacas de contexto nuestros textos humanísticos para ridiculizarlos!”. Difícil reconciliación en este fuego cruzado. Si C. P. Snow levantara la cabeza podría volver a escribir largo y tendido sobre el problema de las dos culturas.


Igor y Grichka Bogdanov


Viajemos seis años adelante. En 2002, la Física se agitó con los hermanos  Igor y Grichka Bogdanov –son los dos rostros inquietantes de la imagen–, gemelos franceses de origen ruso que parecían querer dar la vuelta a la tortilla de Sokal. Estos dos famosos presentadores y productores de Temps X, un show televisivo de ciencia ficción, se animaron a matricularse en sendos doctorados en cosmología.


Según su tutor, Daniel Sternheimer, de la Universidad de Bourgogne, eran dos entusiastas de sí mismos que se consideraban una especie de Einstein Brothers, pero lidiar con ellos era “como intentar enseñar a My Fair Lady a hablar con acento de Oxford”. Grichka se doctoró en 1999 e Igor en 2001, ambos con la calificación más baja posible, y escribieron una serie de papers de cosmología donde, en la línea de la teoría de cuerdas, proponían una alternativa a la gravedad cuántica y una explicación sobre lo que sucedió antes del Big Bang. A pesar de que todos ellos resultaban incomprensibles, fueron publicados por revistas acreditadas, y pronto los foros de Usenet se llenaron de comentaristas convencidos de que era un hoax. Al más puro estilo Sokal, los gemelos habrían demostrado cómo la física de altas energías es tan vulnerable al intrusismo de los farsantes como la sociología. Pero los Bogdanov defendieron la seriedad de sus publicaciones. No se trataba de una broma, sino que era –o pretendía ser– física teórica.


El escándalo puso en duda la eficacia del peer review, o proceso de revisión por pares –especialistas del mismo campo– al que se somete todo descubrimiento científico antes de ser publicado. ¿Cómo pudieron aceptar esos textos absurdos los referees de las revistas? “Es un asunto difícil –declaró entonces Frank Wilczek, editor de Annals of Physics, donde apareció uno de los papers–. El artículo contiene muchas de las palabras clave correctas. Los revisores confían en la buena intención de los autores. Pero es esencialmente imposible de leer”.


Físicos de todo el mundo se enzarzaron en discusiones sobre el caso Bogdanov, entre ellos, John Baez, teórico cuántico de la Universidad de California, quien tras una intensa correspondencia on line con los gemelos, concluyó que “una cosa me queda clara, y es que no tienen ni idea de cómo hacer física”. Baez definió sus artículos como “una mezcolanza de frases aparentemente plausibles que contienen las palabras técnicas correctas en el orden aproximadamente correcto. Pero no hay lógica ni cohesión en lo que escriben”.


El escándalo siguió dando coletazos unos años más y hoy se ha quedado en una anécdota. Nadie, ni los propios gemelos, continuaron con sus investigaciones. Pero es realmente curioso que tantos buenos físicos emplearan tanto tiempo en dilucidar si esos dos individuos eran genios incomprendidos o ignorantes con labia, sólo porque empleaban la terminología adecuada, críptica y engorrosa, de la física de altas energías. Con sus múltiples dimensiones, sus supercuerdas, sus bucles y sus universos paralelos, parece ser un campo abonado para la seducción oscurantista.


Lo que hemos aprendido tanto de Sokal como de los Bogdanov es que el empleo de palabras científicas que ofusquen el discurso suele tener, por contra, un efecto abrillantador: le dotan de un aire de sabiduría, legitimidad y especialización. La verborrea del erudito funciona para vender basura, también en el mercado de objetos inútiles. Es un truco del que se sirven todos los productos-timo como la Power Balance, la Ecobola, las pulseras antimareo o el agua magnética, con los que unos listillos sacan tajada de quienes se dejan impresionar por la charlatanería pseudocientífica. Incapaces de comprender la profundidad de ciertas ideas, los legos –y los no tan legos– confían en que deben de haber sido creadas mediante sofisticados procesos intelectuales.


Los filósofos picaron, los consumidores pican, y también los científicos muerden el anzuelo a veces. Es fácil reírse de la Power Balance o de la dimensión fálica de los números complejos en el psicoanálisis, pero resulta mucho más duro que los especialistas de la ciencia más elevada, los expertos en supercuerdas, confundan un fraude con una genialidad porque su disciplina se ha vuelto tan farragosa que cualquiera con suficiente habilidad puede despistarles con un juego de manos. Los críticos de la teoría de cuerdas dicen que adolece de un fallo esencial: no es falsable –al modo de Popper–, no se puede refutar, porque siempre puede moldearse para encajar con cualquier hecho empírico. Según afirmó el físico de la Universidad de Columbia Peter Woit en Nature a propósito de los gemelos franceses, “el trabajo de los Bogdanov resulta significativamente más incoherente que cualquier otra cosa publicada. Pero el creciente bajo nivel de coherencia en todo el campo –de las supercuerdas– les permitió pensar que habían hecho algo sensato y publicarlo”.


Recuerdo lo que me dijo una filósofa de la ciencia: “Hice una encuesta –para un estudio– y pregunté a la gente por qué creen que la Tierra gira alrededor del Sol. El resultado fue que la mayoría no lo sabemos porque lo hayamos experimentado nosotros mismos, sino que creemos en ello porque nos lo explica una comunidad de expertos, la comunidad científica, en la que tenemos confianza”. Es cierto. Pero no siempre basta con ser experto para desenmascarar una farsa si ésta va bien adornada.


Lo bueno que tienen las ciencias es que los farsantes suelen ser pillados por sus propios colegas y, en la comunidad científica, la impostura es el fin de una carrera.

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