Panthera leo spelaea | Imagen: Passion Feline
Por definición, todo fósil tiene un pasado. Pero pocos tienen lo que en compañía civilizada se denominaría ‘un pasado’. Y menos aún uno que incluye un apodo de aires licenciosos para un espectacular espécimen científico que en una etapa llegó a ser trofeo deportivo y podría haber acabado como estrella de museo. Ha llegado la hora de contar todos los pasados de Mesalina; no la sicalíptica tercera esposa del Emperador Claudio, sino la leona. Una historia de excavaciones, de laboratorios y de las vidas de quienes allí trabajan; de entusiasmos, de aprendizajes y errores, y de deportes. Un relato de ciencia real tal y como se practica.
Todo empezó hace allá por 350.000 años con un rotundo ejemplar de Panthera leo hembra que recorría los alrededores de la Sierra de Atapuerca: un león de las cavernas, bastante más grande que los que hoy viven en África. Imagine la escena: una leona hembra más grande que un tigre macho actual, plácidamente tumbada sobre el cerro de Atapuerca mirando hacia el río Arlanzón, por donde los animales tenían que pasar para cruzar desde el Valle del Duero al del Ebro. Buen sitio para un cazador, humano o felino.
Aquella leona debió llevar durante años una buena vida, pues la caza era abundante y fácil y pocos animales se atreverían a enfrentarse a semejante fiera. Aunque no era una vida exenta de peligros; siempre está la posibilidad de un accidente. Como el que quizá le costó la vida a aquel soberbio felino en una de las numerosas cuevas que perforaban la montaña. Tal vez el olor a carroña de un bicho despeñado atrajo su atención a una sima; tal vez un derrumbe la atrapó dentro de una galería. El caso es que aquella leona murió, joven aún, y quedó sepultada en el relleno de un túnel que llegó a llenarse hasta el techo de sedimentos, y fue olvidada por los siglos.
Mandíbula inferior de un león de las cavernas | Foto: LWL/Thomas
Cientos de miles de años más tarde, durante los primeros años de excavaciones arqueológicas en el yacimiento conocido como Trinchera Galería, uno de los varios que hacen de la pequeña Sierra de Atapuerca en un tesoro de la paleoantropología mundial, la mandíbula izquierda de la leona salió de nuevo a la luz. Estaba claro que era un fósil excepcional en conservación y belleza. Pero también que no iba a ser un empeño fácil: la quijada estaba fuertemente adherida por concreciones calcáreas. Los excavadores, después de cartografiar su posición, decidieron que lo mejor era no correr riesgos, y cortaron por lo sano: la mandíbula entera fue trasladada al laboratorio dentro todavía de su cárcel de piedra. Y allí pasó algunos años, arrumbada por el mucho trabajo y los escasos recursos disponibles. Algún día alguien trabajaría aquel bloque para liberar aquel fósil excepcional.
Ese día llegó. El encargado del trabajo había heredado esa tarea junto con el estudio del resto de los carnívoros de los diversos yacimientos de una joven científica que tuvo que abandonar su vocación. Porque como dijo Albert Einstein, la ciencia es maravillosa si no tienes que ganarte la vida con ella. En otros países la delicada tarea de laboratorio (extracción, limpieza y tratamiento de fósiles) la llevan a cabo profesionales, pero en aquellos años en Atapuerca era trabajo de los investigadores. Éste, además, se ganaba unos euros trabajando como técnico de laboratorio a tiempo parcial. Así comenzó una larga relación entre la mandíbula y su técnico e investigador; una parte del trabajo científico poco conocida y valorada, aunque íntima, manual, e intensiva.
La primera idea consistió en disolver la caliza con un ácido para hacer el bloque más pequeño y manejable. Para ello se dispuso una pipeta con ácido clorhídrico diluido de manera que gotease lentamente sobre la roca; el conjunto estaba dentro de una campana de gases. Luego se atacó la arcilla calcificada con un torno de dentista. Los últimos fragmentos adheridos al mismo hueso se eliminaron con una herramienta improvisada pero muy efectiva, compuesta por una aguja de acero (de entomología) colocada en un portaminas común. Por último el delicado hueso se protegió con plásticos disueltos en acetona, cuyos vapores dieron lugar a más de un mareo en el laboratorio.
Cuando el trabajo terminó el fósil apareció resplandeciente y hermoso. La limpieza de sus dientes había permitido medirlos, y el resultado era que aquel ejemplar magnífico había sido en vida una hembra, con una boca considerable. El instinto jocoso común entre los jóvenes investigadores provocó que se la apodase inmediatamente ‘Mesalina’, por hembra, poderosa, y de gran capacidad oral. Con su nuevo apodo la pieza se incorporó a los numerosos restos espectaculares que estaban apareciendo en todos los yacimientos de la Sierra de Atapuerca y a los pertinentes estudios. Pero su belleza y su atractivo eran tales que pronto surgió un nuevo proyecto: duplicar la mandíbula en plástico haciendo copias tridimensionales para exhibirlas y repartirlas por museos y exposiciones sin que el original corriese peligro.
Lo cierto es que en el laboratorio se estaba poniendo a punto la técnica para hacerlo, y Mesalina era un fósil excepcional. Para crear la réplica era necesario fabricar un negativo de goma de silicona en dos mitades empotrando la mandíbula en plastilina para sujetarla. Pero la plastilina normal contiene derivados del petróleo que mancharían el hueso; para evitarlo hubo que usar un tipo especial con base en cera. Obtenidos los materiales se fabricó un encofrado para la mezcla de goma con su catalizador. Tras dejar pasar las horas convenientes el bloque entero se dio la vuelta, se eliminó la plastilina y se hizo la segunda mitad; más tarde se retiró la mandíbula original. El resultado fue un bloque de goma de silicona sólida con un hueco en su centro que conservaba la forma exacta de Mesalina. Rellenando ese hueco con resina plástica líquida que después endurece es posible crear réplicas exactas del fósil original. Adecuadamente pintadas pueden usarse en cualquier museo o para enseñar paleontología: una de las copias adorna una vitrina del Museo Emiliano Aguirre de Ibeas de Juarros.
Pero aquel molde, al menos una vez, sirvió para algo excepcional: para crear un trofeo deportivo. Algunos de los jóvenes investigadores eran jugadores de rugby en el equipo de Ciencias Geológicas, temido en el campus, y existía un afamado torneo informal apodado ‘Copa Ammonites’ que les enfrentaba con los rivales tradicionales de Minas de la Politécnica. El premio era el derecho a presumir ante el otro equipo durante un año, asegurado por la presencia en el bar de la facultad vencedora de una copa construida con un fósil de ammonoideo. Lo cual estaba muy bien mientras no hubo más que rugby universitario masculino. Pero ya había equipos de rugby femenino, y para ellas no había trofeo. ¿Qué mejor que la reproducción de una leona de las cavernas pleistocena para premiar a las valientes damas del rugby? Dicho y hecho; se consiguió una resina plástica especial y se realizó una copia de Mesalina completamente transparente como el cristal, que luego se montó en un trofeo. Y así nació el Trofeo Mesalina de Rugby femenino, que llegó a jugarse al menos un par de veces antes de que la tradición se perdiera e incluso el trofeo sufriera algún accidente fatal.
Pasaron los años. El investigador que trabajaba con Mesalina acabó por sucumbir a las presiones de la realidad y abandonó la ciencia, dejando la hermosa mandíbula en otras manos, que por fin la llevaron a una tesis. Las excavaciones de Atapuerca se hicieron famosas y aparecieron recursos y proyectos antes impensables, como el de crear un macromuseo en Burgos, donde por fin ha sido inaugurado hace poco el Museo de Evolución Humana. En una de las vitrinas dedicadas a Trinchera Galería una mandíbula derecha de león ocupa un lugar de excepción; quizá la otra mitad de Mesalina. Sólo algunos veteranos de la excavación conocen y cuentan todavía la historia de Mesalina, el fósil que fue arrancado de las garras de la tierra, mereció y recibió un apodo y sirvió de trofeo a una tribu de mujeres guerreras. Pero estas historias merecen vivir, y por eso se relatan aquí. La mandíbula original estará olvidada en algún cajón de un museo, pero en el recuerdo Mesalina vive.
Addenda: esta historia real está dedicada a todos los veteranos, estudiantes e investigadores, que durante años han trabajado bajo la calorina de agosto en la Sierra de Atapuerca sin más recompensa que el orgullo de saber que si el yacimiento es excepcional es gracias a ellos. Va por ustedes.
Lectura complementaria: Un paseo crítico por el Museo de Evolución Humana de Burgos (Retirario)
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