El otro día, en esta ruta norteamericana, uno de los lectores hablaba de la emoción que sentía cuando escuchaba la intensidad de Nick Cave. Es comprensible. Hoy, recupero el artículo sobre Roy Orbison que escribí dentro de mi sección en la revista Efe Eme. Como pueda ser Nick Cave, la música de Roy Orbison me produce una emoción tan intensa que es difícilmente explicable. Cautiva y no hay más.
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'A nadie se le parte el corazón por el primer amor. Sólo por el último”
“La ley de la horca” (“Tribute to a Bad Man”, 1956), dirigida por Robert Wise.
Cuando el rock’n’roll se popularizó a finales de los cincuenta, Roy Orbison podía haber sido una superestrella, un ídolo juvenil de masas, pero fue un hombre solitario. Como tantos que desfilaron por los cincuenta y setenta, podía haber sido uno de esos chicos con una voz especial y un marcado estilo que se instalaban en las listas de éxito como fulgurantes aves de paso, mientras firmaban autógrafos y bebían las mieles de la fama, pero Roy Orbison no estaba llamado a sonreír al primer tiro de cámara. Tras sus gafas de sol, el caballero de la triste figura escondía siempre una mirada tímida, y en su colosal voz latía la herida del puñal de la nostalgia.
Como en el viejo Oeste, la soledad guarda un encanto distinto y guía los pasos por su propio camino. En el mundo de la música popular, el camino de Orbison se hallaba en tierra de nadie. A pesar de su edad, no perteneció a la conocida Clase del 55, ese grupo de pioneros liderados por Elvis Presley al que se sumaba gente como Eddie Cochran, Gene Vicent, Chuck Berry o Little Richard. Le faltaba el descaro de todos ellos. Apenas surgió poco después del estallido del rock, dentro de esa generación que la industria discográfica moldeó para ofrecer cantantes menos rebeldes, más amables al gran público, que se llamó la generación High School. La frescura y el desenfreno originales perdían fuerza ante la actitud romántica y complaciente. Sin embargo, Orbison planeaba por distintos paisajes sentimentales que Paul Anka, Bobby Darin o Frank Avalon, todos ellos compañeros de generación. Sus canciones cruzaban la frontera de lo humano, caían en el abismo emocional, se teñían de una solemne desazón, hasta hacerse únicas e imperecederas.
Nacido en 1936 en Vernon, en el Estado de Texas, Orbison se crió en pleno desierto. Con menos de diez años, ya tenía una guitarra y se las arreglaba para tocar en la emisora local. Con la llanura como principal horizonte, no es de extrañar que empezara su carrera musical en el country. Su primera banda, los Wink Westerners, pasa a llamarse los Teen Kings y con ellos graba ‘Ooby dooby’, su primer tema importante para la casa Sun Records. Sam Phillips ve en él a un tipo con un interesante potencial para el rockabilly, pero en ese género Orbison no consigue despuntar. De alguna manera, el chico inocente y retraído no transmite la fuerza y atractivo de Johnny Cash o Elvis Presley. Tampoco en el sello RCA, a las órdenes del gran Chet Atkins, se desarrolla el potencial de Orbison.
Asentado en las raíces pero sin un estilo majestuoso, el músico pasa por ser un artista más que correcto con destacadas cualidades vocales. Sin embargo, su fichaje por la discográfica Monument supone el cambio definitivo. Se deja de imposiciones y explora su sentido musical marcado por el drama, la emoción desbordante. Canciones de menos de cuatro minutos que se desenvuelven como un torrente sentimental, cogiendo fuerza, hasta terminar en una cascada de instrumentos y una voz en el infinito. ‘Only the lonely’ es el punto de inflexión de su carrera, que llega a lo más alto de las listas de Estados Unidos y Reino Unido. La primera de una serie de baladas que revelan a un músico excepcional en el terreno de las emociones.
Con su voz estratosférica y esos arreglos operísticos, Orbison desarrolla en el comienzo de los sesenta una carrera repleta de éxitos. Durante cinco años, desde 1960 a 1965, consigue 17 tops, entre los que destacan ‘Crying’ o ‘In dreams’, con la cumbre de ‘Oh, pretty woman’. Una vez que se ha quitado la etiqueta de cantante de rockabilly, el músico se reconoce en su ámbito baladístico, en la nueva intensidad que adquieren sus viñetas musicales sobre el deseo, el amor perdido o la oportunidad fallida. Orbison se convierte en otro destacado rastreador de la soledad hiriente que forma parte de la mitología de EE UU.
La soledad que acompaña a la búsqueda personal, el anhelo que guía los pasos hacia la promesa incierta de una tierra prometida, la tristeza que se respira en la medianoche de la vida, cuando lo único verdadero son los acompasados latidos del corazón. Con el desamparo etéreo de sus baladas, Orbison se sitúa en esa línea narrativa y vital de la soledad norteamericana, un afán que ya nacía en el aire lúgubre del capitán Ahab, en el “Moby Dick” de Melville. O en el desencanto y fragilidad de Scott Fizgerald, en los rutilantes años veinte, cuando afirmaba: “Cuando oscurece, siempre se necesita a alguien”. Es la noche estrellada de Jack Kerouac en su obra “En el camino”, “esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla al final, y nadie, nadie sabe lo que va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos”. El llanto perdido de ‘In dreams’, una de las pocas canciones que fueron compuestas única y exclusivamente por él e incluida en la película de David Lynch “Blue velvet”, guarda el mismo instante solitario, el mismo hechizo, que todas esas obras y que cualquier trasnochador, pintado en la penumbra, de Edward Hopper.
Pero la vida se encargó de que el personaje de sus canciones fuera también una existencia real. La tragedia se llevó por delante la vida de Orbison. En 1966, su mujer Claudette, a la que dedicó una canción, sufre un accidente de moto y muere. Dos años más tarde, su casa es pasto de las llamas y en el incendio fallecen dos de sus hijos. El músico es víctima de la desdicha, se encierra en sí mismo y desaparece de la vida social durante años. A partir de entonces, la aureola trágica que rodea a Orbison adquiere una categoría sobrenatural al verle escondido en sus gafas oscuras, con su sonrisa rota, interpretando canciones como ‘It’s over’, ‘Falling’ o ‘In the real world’. Es el forajido que conoce sus fantasmas, y los invoca.
A mediados de los setenta, varios músicos empiezan a reivindicarle. Linda Ronstadt o Don McLean recuperan clásicos suyos como ‘Blue bayou’ o ‘Crying’, respectivamente. John Lennon llega a afirmar que siempre quiso parecerse a Roy Orbison por encima de cualquier otro músico. Bruce Springsteen le rinde tributo en su épica ‘Thunder road’. “Roy Orbison está cantando para los solitarios. Esto lo que soy y sólo te quiero a ti”, escribe el de Nueva Jersey. Emociona aún más verle en los ochenta en los grandiosos Traveling Willburys, ese proyecto espontáneo, divertido y fabuloso que reunió a Bob Dylan, Tom Petty, George Harrison, Jeff Lynne y el mismo Orbison. Fichaje de última hora, Orbison se suma cuando andaba cerrando su magnífico disco “Mystery girl”, producido por Lynne. En el documental de aquellas sesiones de grabación en Malibu, se ve el respeto que le profesan todos. Allí están todo un Dylan y un Harrison, piezas angulares de la historia de la música popular, pero Orbison es el padre de familia. Nadie duda de su categoría. Lo dicen todos. Cuando Roy canta, se para el mundo. Existe una lejanía en su canto al que no llega nadie. Pone los pelos de punta observar cómo Dylan, Harrison, Petty y Lynne retroceden un paso cuando en ‘Handle with care’ llega la hora de Orbison.
Este respeto también se palpa en el magnífico “Black & white night”, homenaje a toda una carrera que reúne a Elvis Costello, Springsteen, Tom Waits, Jackson Browne, T-Bone Burnett, Bonnie Raitt, J.D. Souther y k.d. lang. Esta cosecha de oro se rinde ante sus paisajes sentimentales y su intensidad operística. En blanco y negro, hay una complicidad artística con el músico que con sus canciones les acompañó durante su adolescencia e inspiró sus posteriores obras. Según Waits, una balada suya era suficiente para llenar la noche con una chica. Tras emborracharse de Orbison durante su juventud, el propio Waits, vagabundo bendito, bardo callejero, autoestopista nocturno, aseguró a la revista “Newsweek” en 1976: “Hay una soledad común que se extiende de costa a costa. Es como una inconexa crisis de identidad común. Es la oscura, cálida, narcótica noche americana”. Posiblemente, esa noche americana, la de las grandes llanuras con estrellas o la de las palpitantes luces de neón al girar la esquina, guarde el secreto del llanto estratosférico de Roy Orbison, que recorre con ardor las tribulaciones del alma.
Texto original para la revista Efe Eme.
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