Si el universo se originó con una formidable explosión ¿no es posible que aún podamos escuchar algún eco de aquel impresionante chupinazo inicial? Así pensaba a comienzos de la década de los 60 el cosmólogo de Princeton Robert H. Dicke. Creía que debía quedar algún tipo de resto de radiación y propuso a uno de sus investigadores, Jim Peebles que se pusiera a calcular lo que sucedería si realmente el universo hubiese nacido de este modo. Y encontró que hoy día tendríamos que ver un fondo de microondas cubriendo todo el espacio, algo que ya había sido predicho 10 años antes por el padre del Big Bang, el ucraniano George Gamow, y que había caído en el olvido.
Curiosamente este fondo estaba siendo observado y traía de cabeza a dos radioastrónomos de la compañía Bell, Arno Penzias y Robert Wilson. Esta radiación cósmica de fondo proviene de cuando el universo tenía 300.000 años de edad. Hasta ese momento la historia del universo se había caracterizado por un aburrimiento únicamente roto por fotones chocando contra núcleos de hidrógeno y helio y electrones: el universo era opaco a la radiación. Fue entonces cuando la luz dejó de interaccionar con la materia -el universo se hizo transparente- y esa luz es la que hoy vemos en forma de radiación de microondas que inunda el cosmos. Esta es la luz más antigua que podemos observar y marca el comienzo de lo que se ha dado en llamar la Edad Oscura del universo.
Durante los siguientes 500 millones de años la historia del universo volvió a ser aburrida. Los núcleos de hidrógeno y helio atraparon los electrones que hasta ese momento se movían libremente por el espacio dando origen a los primeros átomos. El universo se convirtió así en un mar de gas que se enfriaba a medida que continuaba su expansión. Era como si una niebla oscura y opaca cubriera todos sus rincones. Sin embargo, algo se gestaba debajo de esa apariencia tan tranquila.
Fue el satélite COBE quien anunció a los cosmólogos que la radiación de fondo se distribuía de manera extremadamente uniforme por el espacio, pero no perfectamente uniforme. Existían fluctuaciones, del orden de una parte por 100.000; mínimas pero decisivas para el futuro del universo. Porque gracias a ellas pudieron aparecer las primeras estructuras de lo que hoy es nuestro universo: galaxias, cúmulos y supercúmulos deben su existencia a esas ínfimas variaciones, de las que nadie sabe todavía a qué fueron debidas. Pero COBE, y posteriormente WMAP, confirmaron otra de las sospechas de los cosmólogos: la aparición de las primeras estructuras fue posible porque existía otra componente de la que tampoco sabemos demasiado: la materia oscura. Las últimas observaciones apuntan a que sólo el 17% de la materia del universo está en la forma que todos conocemos; el resto, un 83%, es un tipo de materia de la que desconocemos su naturaleza. Resulta asombroso: las 5/6 partes de toda la materia del universo es oscura; no emite luz y únicamente se sabe que está ahí porque vemos sus efectos sobre la materia ordinaria.
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