Decimoprimera entrega de “Archienemigos de Roma“. Colaboración de Gabriel Castelló.
Nuestro archienemigo de hoy es uno de los máximos exponentes de su época, un nombre que ha trascendido su tiempo y que fue sinónimo de terror durante años. No fue tan malo como nos ha llegado, fue un hombre de su tiempo, cruel y pragmático como lo fueron sus adversarios, y no dado a los desmanes o violencias gratuitas que se le atribuyen. Hay que tener en cuenta que esta etnia seguía siendo pagana en un reciente Imperio Romano cristiano, quizá por ello se ganó el apelativo de “Azote de Dios”. Así era según Prisco:
Corto de estatura, de ancho pecho y cabeza grande; sus ojos eran pequeños, su barba fina y salpicada de canas; y tenía la nariz chata y la tez morena, mostrando la evidencia de su origen.
Atila, hijo de Munzuk, era huno, los belicosos Xiongnu de Oriente, un pueblo asiático, ganadero y nómada, que por problemas migratorios y sociales acabó recorriendo miles de kilómetros entre su Mongolia natal hasta los límites del Imperio Romano en busca de tierras y tribus a las que exprimir y someter. Como nómadas empedernidos que eran, no pretendieron nunca crear un Imperio formal al uso como el de China o Roma, sus vecinos sedentarios, sino vivir como jinetes sin techo, bajo el cielo estrellado, rapiñando y viviendo cada día como si fuese el último. Quizá por ello los logros de Atila fueron tan efímeros como el viento que les acompañaba…
No se sabe con certeza la fecha de nacimiento de Atila, pero fue a finales del siglo IV o principios del V de nuestra era en un lugar indeterminado de la planicie danubiana, probablemente la actual Hungría. Lo que sí que se sabe es que en el 432 las diversas tribus hunas se unificaron bajo un único caudillo, Rua, el tío de Atila. A la muerte de éste en el 435, Bleda y Atila, los dos sobrinos del caudillo finado, quedaron como regentes de aquel embrión de nación. Sucedió en un momento crítico. Una embajada de Teodosio II, el emperador de Oriente, estaba negociando con los hunos la devolución de los rehenes romanos. Los hunos sacaron tajada de la debilidad romana, consiguiendo un tributo de 350 libras de oro anuales (cerca de 115 K.) Este equilibrio duró cinco años, tiempo que utilizó Teodosio para fortificar las defensas de Constantinopla. Acertó.
En el 440, después de una infructuosa campaña en Armenia conjurada por el reino persa, los dos hermanos se plantaron frente a Constantinopla aduciendo la vana excusa que el obispo de Margus (Požarevac, Servia) había cruzado el Danubio con el propósito de saquear las tumbas de los hunos. En su camino arrasaron Iliria y Moesia, tomando al asalto Margus y Smirnium (Sremska Mitrovica, Servia) Ante la imposibilidad de tomar la capital de Oriente, cerraron un nuevo acuerdo con Teodosio. Fue durante la retirada cuando se produjo la muerte de Bleda, siendo las fuentes imprecisas si Atila tuvo algo que ver en ello. El caso es que en el 445 Atila quedó como amo y señor de los hunos.
Dos años después, Atila retomó la campaña oriental, saqueando Moesia a conciencia. Su terrorífica fama comenzó a sobrepasar sus acciones. He aquí un testimonio contemporáneo:
La nación bárbara de los hunos, que habitaba en Tracia, llegó a ser tan grande que más de cien ciudades fueron conquistadas y Constantinopla llegó casi a estar en peligro y la mayoría de los hombres huyeron de ella (…) Y hubo tantos asesinatos y derramamientos de sangre que no se podía contar a los muertos. ¡Ay, que incluso ocuparon iglesias y monasterios y degollaron a monjes y doncellas en gran número!
Callínico, Vida de San Hipatio
Atila reclamó más oro y tierras al otro lado del Danubio para su gente, y con ello tuvo al Imperio de Oriente atrapado durante casi tres años. El historiador contemporáneo Jordanes describió así la extraña corte de Atila, con su bufón de Escitia y su enano mauritano…
Se había preparado una lujosa comida, servida en vajilla de plata, para nosotros y nuestros bárbaros huéspedes, pero Atila no comió más que carne en un plato de madera. En todo lo demás se mostró también templado; su copa era de madera, mientras que al resto de nuestros huéspedes se les ofrecían cálices de oro y plata. Su vestido, igualmente, era muy simple, alardeando sólo de limpieza. La espada que llevaba al costado, los lazos de sus zapatos escitas y la brida de su caballo carecían de adornos, a diferencia de los otros escitas, que llevaban oro o gemas o cualquier otra cosa preciosa
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Atila empeñó su juventud en doblegar el Imperio de Oriente, pero tras tantos años de intentos infructuosos se dio cuenta de que tras los muros inexpugnables de Constantinopla se encontraban los ingentes recursos del Oriente romano, menos damnificados que los de su hermano occidental. Quizá por ello, sobre el 450, Atila fijó sus interese en Occidente, a pesar de que quien ostentaba el control real del Imperio no era el pusilánime emperador Valentiniano III, sino Flavio Aecio, quien ha pasado a la Historia como el “último de los romanos”. Aecio, brillante militar, se había codeado entre hunos como rehén y conocía mejor que sus coetáneos las costumbres, virtudes y debilidades de los asiáticos. Gracias a sus “auxiliares” hunos que combatieron a godos y burgundios, Aecio había conseguido su cargo de Magister Militum, más honorífico que práctico.
Este delicado equilibrio táctico se fue al traste cuando Honoria, la hermana de Valentiniano, huyendo de un matrimonio de conveniencia le envió su anillo a Atila solicitándole ayuda. El huno tomó dicha propuesta como matrimonial y válida para sus propósitos y envió embajadores a Rávena para reclamar su modesta dote, la mitad del Imperio de Occidente. Valentiniano no aceptó, y sólo la intervención de su madre, Gala Placidia, quien ejercía como verdadera regente del Imperio, evitó que su hermana acabase degollada.
Atila reunió a sus vasallos y cruzó el Rin en el 451, adentrándose en la Galia. Jordanes habla de más de 500.000 hombres entre hunos, gépidos, hérulos, alanos, ostrogodos, escirianos, rugianos y demás pueblos vasallos. La aparición de semejante peligro común hizo que Teodorico I, rey de los visigodos, aceptase la propuesta de Aecio de formar un frente unido contra Atila. La coalición de los pueblos bárbaros más civilizados junto a Roma frente a la horda de Atila provocó una de las batallas más decisivas de todos los tiempos: Los Campos Catalúnicos
El 20 de Junio del 451 se enfrentaron las tropas romano-visigodas lideradas por Flavio Aceio y el rey Teodorico con la ingente coalición huna dirigida por Atila. Tras horas de combate, el huno fue vencido, aunque el rey Teodorico muriese durante la batalla. No fue una victoria total, pues Aecio no culminó su trabajo… permitió que Atila se retirase. Treinta mil hombres quedaron extendidos en Châlons como testimonio de la batalla que salvó a Occidente de caer bajo la horda huna.
Atila se recuperó de aquel desastre y el año siguiente se propuso retomar su dote, saqueando el norte de Italia de paso. Aquilea fue arrasada hasta sus cimientos y el cobarde emperador Valentiniano huyó de Rávena a Roma. Pero no fue la fuerza de las armas la que detuvo al huno, sino la embajada del papa León I junto a Trigecio y Avieno, dos magistrados del decrépito Imperio de Occidente. No se sabe a ciencia cierta qué se dijo en aquel encuentro, pero sí lo que sucedió a raíz de ello. Atila tomó camino de vuelta hacia el Danubio. Es de suponer que un pueblo como el huno sería muy supersticioso, por lo tanto las admoniciones de un sumo sacerdote conminando a la ira de Dios, las enfermedades que se estaban cebando en ellos (la poca higiene sumada al calor y humedad mediterráneos debieron ser letales), el triste destino del godo Alarico tras saquear Roma y la falta de suministros para mantener asedios prolongados quizá convencieron al caudillo huno de cambiar de planes.
Y con aquella amarga retirada se apagó la estrella de Atila. En el 453, tras un banquete en su palacio de la ribera del río Tisza, falleció después de un copioso banquete envuelto en sangre. El historiador Marcelino sostenía que su joven esposa goda, Ildico, lo asesinó, pero es más leyenda que Historia. Sus hombres lamentaron profundamente su muerte, llegando a lacerarse profundamente. Según Jordanes
el más grande de todos los guerreros no había de ser llorado con lamentos de mujer ni con lágrimas, sino con sangre de hombres.
Con su muerte se extinguió el dominio huno. Su hijo Elac acabó enfrentado a sus hermanos Dengizik y Ernakh, perdiendo el control de sus posesiones tras la batalla de Nedao ante sus antiguos vasallos. Atila fue el primer asiático en conmover la vieja Europa, pero no sería el único, pues siglos después otros hombres extraordinarios como Tamerlán o Genghis Kan emularían sus gestas.
Archienemigos de Roma. Atila escrito por Javier Sanz en: Historias de la Historia
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