05 noviembre, 2010

El miedo infundado al terrorismo, los accidentes de tráfico, la violencia de género y otros hechos matemáticamente improbables (VII)

El miedo infundado al terrorismo, los accidentes de tráfico, la violencia de género y otros hechos matemáticamente improbables (VII): "
Como sospecho que los dos temas más controvertidos de esta serie de artículos son los del terrorismo y la violencia de género (no sólo porque sean temas importantes sino, sobre todo, porque son temas por los cuales hay una sensibilidad artificialmente aumentada y un sesgo políticamente correcto muy fuerte), me he tomado la libertad de añadir aquí las réplicas de una lectora que tuvo la oportunidad de leer fragmentos de estos artículos antes de que se publicasen.
Sus objeciones son muy lúcidas y creo que serán las objeciones mayoritarias, así que las expongo a continuación para, más tarde, poder contrarreplicarlas como es debido. (Con todo, la última palabra, por supuesto, la tenéis vosotros en los comentarios).
SUSANA: La diferencia es que, en el caso de los muertos por ETA, el asunto no es aleatorio. El daño lo hacen, no por el número de personas que matan, sino porque la gente del País Vasco sabe que si abre la boca más de la cuenta, o si habla de más ante el desconocido equivocado, o se relaciona con la persona errónea, ellos o sus familias pueden ser los próximos. Su poder no estriba en lo que hacen, sino en lo que podrían hacerte a ti, en la espada de Damocles que pende sobre ti.
SERGIO: Es cierto lo que dices. Pero ¿qué significa que no es aleatorio? Como tú bien expones, te toca la china según lo que opines, según lo que digas, según lo que hagas. Pues creo que ello se puede extrapolar a cualquier otro asunto: según lo que hagas, corres más o menos riesgos de ser dañado. La espada de Damocles es universal. Está implícita en toda decisión que tomemos. Lo importante es saber diferenciar qué decisiones nos comportan más o menos riesgos y que éstas nos produzcan el grado de preocupación justo. Las familias que seguramente están bajo la espada de Damocles de ETA son una minoría.
Simplemente imaginemos el problema de forma abstracta, sin que haya implicaciones políticas o emocionales de ningún tipo. Es un problema como otro cualquiera, como que trabajar de peón de obra suponga un alto riesgo de morir y, además, la Administración mire hacia otro lado. Los problemas no parecen existir hasta que los medios de comunicación se hacen eco de ellos. Los problemas no parecen preocupar hasta que se repiten y se repiten en los medios, apelando a los miedos más atávicos. Los problemas obsesionan y se convierten en fobias que hacen que te olvides de asuntos mucho más acuciantes cuando la situación se mantiene durante demasiado tiempo. Ésa es la responsabilidad deontológica y la exigencia mental que se manifiesta en estos artículos.
SUSANA: Cierto, el concepto de aleatoriedad no viene al caso. Lo que tenía en mente era la intencionalidad. Tal vez el resultado de morir en la carretera o a manos de un grupo armado sea el mismo, pero no se vive igual con ello. Y no creo que sea por la cobertura mediática sino a pesar de ella. Para el ser humano, someterse a un riesgo durante 8 horas al día es aceptable, pero vivir con miedo las 24 horas del día, sentirse inseguro dentro de casa, ya empieza a ser una situación tensa. (Como sucede con la violencia de género). Además, no es lo mismo, psicológicamente hablando, sentirse amenazado por algo que por alguien: cuando el miedo interviene en las relaciones humanas, el problema puede ser gordo y la sociedad puede resentirse mucho. En el daño que hace ETA, el número de gente que mata es lo de menos. Es la situación social que genera, el poder que les da la posibilidad de matar, lo que constituye un conflicto. Y ocurre porque no son un riesgo interpersonal, no son un derrumbe en una mina o una curva cerrada, sino tu vecino del quinto al que ves todos los días a la cara; y que no te va a matar por invertir menos de lo que debiera o por no hacer bien su trabajo, sino porque quiere hacerlo. Aunque no queramos, mentalmente es devastador, porque el ser humano necesita relaciones sociales sanas para vivir. Y sí, sería lo ideal poder pensar en ellos como en cualquier otro riesgo, pero mientras sigamos siendo animales sociales lo veo difícil.
Ahora bien, en el caso de Estados Unidos no es lo mismo, y ahí sí que la televisión contribuyó mucho al estado de paranoia general porque el enemigo estaba fuera. Los estadounidenses no tenían a cientos de pequeños Osamas haciendo pintadas en sus puertas o llamándoles por teléfono para anunciarles su propia muerte. El problema no estaba en las relaciones sociales y se incluyó la fuerza.
SERGIO: Excelente argumentación, pero creo que no has enfocado el problema con la suficiente profundidad. En primer lugar vayamos a lo de intencionalidad. Creo que la intencionalidad y la aleatoriedad son lo mismo: análisis vagos de un problema. Antes intenté demostrar que si se profundiza, la aleatoriedad es universal. Ahora voy a intentar hacer lo mismo con la intencionalidad.
Como dices, la intencionalidad conlleva una carga psicológica insoslayable (como también la conlleva la aleatoriedad). Pero es una carga psicológica que nadie se preocupa ya no de eliminar, sino de minimizar en su discurso (según le interese el tema o no). Por ejemplo: mucha gente muere en accidentes de tráfico en los llamados Puntos Negros de la carretera: o sea, que, además de existir errores humanos los hay de infraestructura. Existen los Puntos Negros porque no se invierte lo suficiente en infraestructura y porque se alimenta la idea de que la causa de un accidente es el error humano, por encima de cualquier otra cosa (hasta hace poco no han empezado a ganarse juicios contra Fomento, por ejemplo). Así pues, en este asunto, interesa mucho recalcar la aleatoriedad (la falta de ella: te matas porque eres irresponsable) y la intencionalidad (la falta de ella: te matas porque tú quieres no porque nadie tenga la intención de matarte).
Bien, yo sostengo que la desidia política, el juego sucio y demás argucias para evitar el pago de sumas astronómicas y el escarnio público son, en cierta medida, esa intencionalidad. Igualmente, no obstante, tienes razón en que la gente no lo percibe así: a la gente le resulta más sencillo acusar de asesinato a quien aprieta el gatillo, pero se olvida demasiado a la ligera de los motivos que rodean al hecho de que exista ese gatillo y ese dedo. Quizás, si se invirtiera más tiempo en educar estas miopías mejoraría nuestra percepción de muchos problemas.
Luego mencionas que es más insoportable estar amenazado 24 horas que 8, y que también lo es estar amenazado por alguien que por algo, máxime si este alguien es el vecino del quinto. Bien, aquí creo que haces un poco de trampa. Al principio, yo sólo había puesto un ejemplo al azar. Pero sólo hay que poner otro ejemplo (hay muchos) donde se cumplan las reglas que tú mencionas (muy ciertas, por otra parte). Yo vivo en una casa unifamiliar situada en una urbanización. De un tiempo a esta parte se ha difundido la idea de que, por la zona, hay una ola espectacular de robos, allanamientos de morada, agresiones, etc. (algo que siempre ha ocurrido: pero al haber más casas, hay más robos, sin que haya aumentado demasiado el porcentaje de uno u otro factor). Sé de gente que vive las 24 horas del día amenazada por estos imponderables, y encima quien te arremete, quien te puede dañar, es una persona, quizá esa misma persona que está paseando por la calle. Sé de gente que está aterrorizada, y que hasta han decidido vender su casa y mudarse de nuevo a la ciudad (curiosamente, leí que no se está especialmente más seguro en un piso que en una casa, pero no lo leí en un medio de comunicación masivo). De algún modo, los medios de comunicación han originado este estado de excepción en mi urbanización y en las urbanizaciones colindantes.
Si quieres, por otro lado, que añada el elemento de proximidad de la amenaza (lo del vecino del quinto, tu marido, etc.), puedo decirte que, visto lo visto, todas las menores de este país deberían estar aterrorizadas ante la posibilidad de ser violadas por un familiar: porque hay un número estratosférico de este tipo de violaciones y la mayor parte de ellas la llevan a cabo miembros de la propia familia. La mayoría de conflictos y de homicidios en una ciudad se producen entre miembros próximos (ruidos a horas intempestivas, tensiones, malentendidos, infidelidades, etc.). Tu ejemplo de que somos “animales sociales”, pues, se puede aplicar a innumerables casos cotidianos. Pero, sospechosamente, se dedica más tiempo y energía electoral a hablar de unos casos y no decir, por ejemplo, que tu enemigo número uno es probablemente tu vecino.
Y cuidado, yo no afirmo que ETA, por ejemplo, sea baladí o que deba ser silenciada su existencia (aunque, quizá, incluso, funcionara mejor como método para eliminarla, eliminando así su poder en la información que origina que nos atemoricemos), sino que se hable de ella un poco menos. Que no sea EL TEMA comodín para debates, entrevistas, discursos, reportajes y demás. Precisamente, si como tú dices (y yo también mantengo) nos afecta psicológicamente de forma distinta este tipo de asuntos, aún deberíamos tomar más precauciones, no abusar, demostrar que no es para tanto en comparación con otros asuntos, etc. El mismo problema sucede cuando se informa con más ahínco sobre la delincuencia inmigrante en contraposición a la autóctona (señalando que el autor del delito es ecuatoriano o magrebí, por ejemplo, pero no diciendo nada si el autor es español). El tiempo y la forma de una noticia influyen psicológicamente en la percepción de la realidad, y ello contribuye en este caso a que percibamos al extranjero todavía con más peligroso de lo que es.
Finalmente, me gustaría matizar que en EEUU es diferente y que allí hay cientos de Osamas haciendo pintadas o quemando containers. Es diferente, sí, pero sólo porque es más exagerado. La amenaza es más llamativa, pero también sigue siendo una amenaza latente pero no real: no se suele materializar nunca (de ahí la importancia del cómputo de muertos y daños materiales que provoca: si una amenaza no se suele materializar, debería perder fuerza, y así debería reflejarse en los medios de comunicación, subrayándolo con fluorescente). Yo, años atrás, vivía en un barrio muy céntrico de Barcelona. Continuamente me sentía amenazado por los drogadictos que se sentaban frente a mi puerta, por la mirada ávida de dinero para más heroína; los vecinos extravagantes y vocingleros de mi escalera; las cargas policiales; las peleas multitudinarias; los robos diarios. Una odisea continua. En resumen: yo vivía rodeado de pequeños Osamas. Salir a la calle, para mí, era un problema. Tenía incluso un amigo que nunca se atrevía a venir a mi casa si antes no le acompaña yo hasta la puerta. Afortunadamente, los medios de comunicación no magnificaron el problema. Y además conseguí vacunarme, de algún modo: hice números, usé estadísticas, analicé objetivamente lo que me rodeaba, establecí comparaciones y un largo etcétera (algo parecido a lo que hace una persona con miedo a volar), y conseguí eliminar parte de mi miedo, la parte injustificada, al menos. Porque el verdadero problema no estaba en la calle sino en mi propia casa, concretamente en mi bañera, la causante de muchas más víctimas. El verdadero problema estaba en una Administración que juega con mi vida y con mi salud. El verdadero miedo sólo es un mal cálculo de posibilidades.
Que no sepamos calcular el miedo en su justa medida, no debería da pábulo a quienes nos informan para incrementarlo o avivarlo, más bien para sofocarlo echando mano de un poco de responsabilidad. Así, tal vez, no conseguiríamos equiparar una carretera mal señalizada con un miembro de ETA mal educado, pero nos acercaríamos un poco: después de todo, ambos son, en mayor o menor medida, hijos de una mala infraestructura.
Vía | El cisne negro de Nicholas Taleb Nassim, El hombre anumérico de John Allen Paulos, Tráfico de Tom Vanderbil, El club de los supervivientes de Ben Sherwood, Sistemas emergentes de Steven Johnson, El fin de la fe de Sam Harris, Historias de un gran país de Bill Bryson El miedo a la ciencia de Robin Dunbar y Superfreakonomics de Stephen Dubner



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